Regina Bigiotti y Susana Frasseren el día de la presentación de los rostros de Regina en la biblio
Este se trató del primer día en que tuvimos como marco ambiental los 49 rostros del Martín Fierro, creación de la artista Regina Bigiotti. No podíamos dejar de inspirarnos en el poema cumbre de la literatura gauchesca, la presencia de los rostros de cualquier manera nos perturbaría.
En el juego literario había que leer, mirar o imaginar, involucrando algunos de los versos plasmados por Regina, o captando el impacto de su obra. Martha tomó del Rostro Nº 22 al negro que "en lo oscuro le brillaban/ los ojos como linternas"; Nico, con la imagen de un comandante que veía enfrente, creó todo un relato en primera persona, verdadera traspolación del medio donde surgió la obra de Hernández; y Susana, siguió un camino diferente al indagar el vínculo artista-obra y sus peligros, en una personalidad tan especial como la de Regina. Dos de los trabajos de los cinco de ese día:
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Hay en estos rostros algo más… Es tal vez, la síntesis de lo que Hernández propuso o nosotros nos planteamos ante la historia de Martín Fierro? Un Fierro que no renuncia su singularidad y traza un rumbo que se convierte en metáfora de búsquedas y encuentros que no terminan de realizarse.
Ahora veo las manos de Regina que cavila sola en la penumbra de su taller donde lo escrito por Hernández se ha vuelto una larga serie de imágenes que ella se dispone a plasmar. Las manos de Regina se afanan, se prodigan, piensan una forma, abren una mirada, trenzan una crencha.
Ahí está el primer rostro y la interpela, la sigue por los cuartos, sobra sus límites. Es carne de esos tipos creados por Hernández.
La materia del rostro ha sido otro, dejó huellas en la pampa. Triste camino que una hilera vacilante de patas trazara de la aguada al potrero, una reiterada sucesión de días, hasta la hora del puñal y la osamenta.
Cuando se junten todos los rostros no habrá misericordia para nadie. Ellos saben y Regina sabe… Callan porque ya habló por ellos Hernández.
Regina abre las puertas, ya están afuera, ella pone, pronta, los cerrojos…
Susana Frasseren
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Quién iría a pensar que aquella mocita, mi chinita, sería mi perdición. Con el anillo me vino arraigado el alistamiento a la milicia. El padre de mi querida era el comandante quien no daba ninguna palabra a título de explicación, como quien dice, estaba en la suya. Un día me agarró con su elocuencia persuasiva y fui a parar allí, al campamento.
Me encontré con cada negro desconsolado que, con sus rostros, vaticinaban un trasfondo oscuro, de desolación absoluta. Aguanté un día más y abandoné aquel campamento envilecedor donde los hombres eran rebajados a una pobre idiosincracia. Yo, tenaz, resistiéndome a una segura deformación deserté sin importar el qué dirán. Me atrapó la ley mientras vagaba como pordiosero y no me tuvo piedad, me encerró y me hizo esperar tres días para la horca, ese espectáculo horrendo, que nos despotricaba con esa imagen dura, nos hacía saber qué pasaría si luchábamos por una causa justa que no entraba en intereses ajenos.
Me aferraba en mi fuero interno a la idea de que el comandante estaría allí para salvarme. Lo vi recién al tercer día, él había ordenado mi muerte, indeciso, pero firme; firme a su ignorancia, la agresión a la orden del día. Yo, sensato e incondicional, no merecedor de esto estaba de todas maneras allí. Solicité con ahínco, como porfiado, testarudo, pero nadie escuchaba en este mundo lleno de trivialidades, donde en vez de comunidad nos componía una masa amorfa, insulsa y vacía.
Mi amada bramaba como loba, el rugido sordo volvió mis pies a la tierra y me hizo llorar; lloré como nunca hasta ese momento, y me encomendé a Dios.
Nicolás Cornador
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