lunes, 17 de junio de 2013

Las chicas de Cañuelas (La información II)


¡Ay, qué retrato más amargo me hago!
Con tu jogging roído, pan de ratas,
y un niñito llorón entre tus patas.
Tu belleza humilde me hunde en el lago

de tus cabellos de lluvia, me embriago,
viuda Andrómaca de Troya, tú me atas
con tu sonrisa de pies, y me matas
de rubor sofocante, muero aciago.

(“Ruin doncella al pasar por la estación de tren”, de Ramiro De Mendonça)

Soltando culpas
Por Nicolás Cornador
“Mujer, si puedes tú con Dios hablar, pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar”. Este último fragmento es parte de la letra de “Perfidia”, un bolero que compuso el mexicano Alberto Domínguez, en el cual se vislumbra que el hombre, el narrador de esta historia, busca un pedestal invalorable, indiscutible, como lo es Dios, para que la amada verifique si el amor del pretendiente tuvo, a lo largo de todo el tiempo, constancia, intransigencia. Si el hombre deja todo por la mujer está dejando todo por el amor y su realización, está inclinándose para el lado de las rosas, de un “te amo” y de un desayuno en la cama. Está siendo totalmente sentimental, y aquí hay una prueba de cariño a la mujer, imponderable… ¿será realmente así? ¿Imponderable? Me temo que no, no y afirmadísimo NO.
El hombre en su afán de encontrar a la mujer perfecta, o indicada, idealiza. Puede ver lo que no hay, puede vivir de quimeras, como Don Quijote de la Mancha alzando a Dulcinea del Toboso a un plano incentivador: “Yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad”. Para Don Quijote estaba aceptado, tener una visión ficticia de la amada, de la mujer por la que se lucha, enraizada totalmente al espíritu. Se puede ver que el personaje crea completamente ese amor, es un amor inventado. Luego Don Quijote busca que su versión mental de la amada se dé en la realidad, de una manera tristemente porfiada.
El hombre inmaduro busca siempre afuera, más allá de la alienación del Quijote, también podemos vislumbrar en algunos hombres una porfía aferrada a lo que según él es superior, por eso ante una bella dama, le tiemblan las manos, no es totalmente libre y sucumbe ante las pruebas de la mujer porque todo lo que le pasa es un sollozo en un sentido radical y extenso, le sale por los poros, su aire es cargado. Parafraseando a Schopenhauer, su centro de gravedad está fuera de él. Su centro de gravedad está en la desesperación que es un material totalmente imantable, un pulpo voraz, una inocente envidia intentando robar, siendo como la serpiente de la fábula, que persigue a la luciérnaga olvidándose de sí misma. Este hombre es como una abeja que insiste con una flor ausente, porque sólo existe dentro suyo, como Dulcinea del Toboso para el Quijote.
El adolescente se queda en un rincón, el rincón alejado de la verdad, mira a la chica, con los ojos vidriosos, de los cuales salen unas cadenas que cuelgan del escote o del entendimiento de su Dulcinea (según el caso). Él siempre está parado en una pata, y pone su equilibrio fuera de sí, fuera de su eje, y cuando termina cayendo, porque lo probatorio de la mujer lo dejará expuesto y en vergüenza de sí mismo, temblando, sale corriendo y rompe en llanto en el baño del bar. ¡Tan sólo seamos fuertes! Tengamos el pecho a la altura de las circunstancias, de la vida, sentiremos angustia, pero ésta oficia de puente entre las lágrimas y lo que contienen, y de aquí surge la madurez, y madurar es hermoso, y el momento en el cual todo parece cambiarte la vida de forma notoria, es inigualable. 
Las mujeres no varían en mucho, de la Quiaca hasta Ushuaia muchas están buscando al indicado, lo que sí cambia es la forma en la que el hombre ve a la mujer de acuerdo al lugar, condicionado por la imagen que tiene del lugar y por él mismo. Quijote consigue cordura antes de morir, el hombre actual llegando al pie del precipicio, a la situación límite, madurará. “Crecemos/ cuando en/ el acantilado/ damos un paso/ en falso/ y el/ no todavía/ del destino/ sopla fuerte/ y nos lleva/ a puerto seguro” (me permito copiar un poema propio). Puerto seguro en el que nos encontraremos con un cielo escampado y con el sol que será los ojos de una mujer, los ojos, que son espejos de su alma.

El Sueño y la Vigilia. Diálogo con Pablo Neruda
Por Germán Cappio / Ramiro De Mendonça
Entré en la cuenta de estar sumido en un sueño. Me reconocía, no como en cualquiera de los momentos de la vigilia. Sentado en una poltrona desvencijada, en donde telas de lo que antes eran ropas hacían las de almohadones; esperaba –dentro de lo que estimaba un pensamiento- por la presencia de mi interlocutor. Faltaban exactamente cinco minutos para la nona.
Se abrió la puerta, y ante mis ojos apareció una frente redonda, dividida por una nariz que ya perfilaba la apariencia general de una marsopa. Era y no era, la mismísima persona del poeta Pablo Neruda. El joven, el que escribió los 20 poemas de amor, a punto empezar La Canción Desesperada. Saludó en un correcto francés –lo que no me sorprendió-, y se sentó:
“No sé si no me corresponden debido a mi estupidez, o a mi fealdad”, me dijo. “O las dos cosas juntas”. Ese fue el comienzo del diálogo que, a continuación, transcribiré con detenimiento:
“Alguna que otra me concede, en ocasiones, un favor, pero luego no se hace cargo”, dijo. Pedí que me narrara los pasos de la supuesta seducción.
“Emborracharse, hay que estar borracho”, dijo. “Luego, se debe ir en busca de lo más preciado que uno puede tener; declarar, cantar, recitar el anhelo sexual en su cara. El amor vendrá después. La imposibilidad está en todos”.
Indagué sobre lo último: “La imposibilidad de penetración –aclaró-. La calle es sólo una pasarela”. Propuse, ante tanto misterio en sus palabras, reconstruir el relato de manera conjunta.
“Supongamos que lo habitual es que te rechacen”, le dije, y agregué: “En ese caso, el rechazo es lo que debería impulsarnos a realizar un esfuerzo más grande”.  En ese momento, mi interlocutor abrió los párpados y juntó los labios como para sorber todo el mar de Chile. La expresión era de sorpresa.
“Uno siempre vuelve a la calle”, me dijo. “Vuelve a mirar, desesperadamente, DESAMPARADAMENTE: A eso lo llamo el vicio de mirar. Pasar el tiempo, fluir, mujeres que fluyen: la mujer es como el río, y uno es el cauce, siempre está en el mismo lugar. La mujer al final es como el mar”.
“Ahora que viene al caso” -agregó- “Uno debería ir muriéndose, pero no lo hace. Quiero decir el rechazo de una mujer, digamos, procedente de un pueblo tan pequeño como el que nací, es, a estas alturas, nimio. Uno se acostumbra a cierta amargura.”
Le pregunté por el lado positivo del asunto: “La Esperanza no está en el lugar donde se fue rechazado. La Renovación viene aparejada con el abandono del lugar. Quizá no se vuelva a tratar una mujer por el resto de la vida. La clave de la Esperanza y la Renovación es como la muerte. Te marchas, luego viene la vida. Yo, en cambio, decidí amarla, por eso estoy aquí”.
Estas fueron sus últimas y crípticas palabras. Sonó el despertador, y ya no tuve más conciencia de mí.
Durante la vigilia, por alguna razón que desconozco, olvidé el sueño. En fugaces momentos de conciencia, logré hilvanar unos pensamientos que se detallan a continuación:
Mientras más grande la ciudad, menos interesada está la gente en las relaciones personales de los vecinos –de manera inversamente proporcional-. Así es que Ovidio, el autor romano de El arte de amar, alaba la paz y la tranquilidad de la ciudad cosmopolita en la que se había convertido Roma, allá por el siglo I, gracias a la influencia del emperador Augusto. El coqueto Ovidio dice: “Que otros se complazcan con lo antiguo; yo por lo menos me alegro de haber nacido en este tiempo: esta época es la que conviene a mi forma de ser”. Yo me pregunto: ¿Cómo se sentiría un citadino como Ovidio, en un pueblo como Cañuelas? ¿Alabaría las grandezas edilicias de nuestra localidad, o se remitiría a lamentarse sobre esa gran extensión de campo, a la que llamamos Pampa, y a la que, con sólo alejarnos unas pocas cuadras del casco urbano podemos apreciar con nuestros ojos desnudos? ¿Qué pensaría de nuestros jóvenes, los alabaría por su amplitud de pensamiento, o los aborrecería por ese estar-todo-el-tiempo-pendientes del-qué-dirán tan temido?
Siempre está a posibilidad de rebelarse, de jugárnosla en aras del amor o el atrevimiento. Y ahora que lo escribo: ¿Por qué no por amor y atrevimiento, al unísono?

Revista La información de Cañuelas junio 2013 

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